viernes, 15 de febrero de 2008

Una Historia Inolvidable

Capítulo I
Sonó el despertador, eran las siete y media de la mañana, suavemente llevé mi mano hacia el reloj y detuve aquel molesto ruido que cada mañana me ponía en contacto con la realidad de lo cotidiano. Me incorporé y de una forma mecánica puse los pies encima de las zapatillas, cogí la bata y me la puse mientras me dirigía a la cocina. Con pasos lentos pero seguros me acerqué a la cafetera y me dispuse a tomar el primer café del día. Cada cosa que utilizaba la volvía a dejar en su lugar, de esa forma conseguía tener ordenado el piso, que era pequeño, pero para mí sola ya estaba bien. Hacía cinco años que había vendido la casa de mis padres, que ellos me dejaron cuando murieron y que una vez que perdí el puesto de trabajo, por quiebra de la empresa en la cual había trabajado más de veinticinco años, tuve que deshacerme de ella y comprarme una vivienda más acorde con mi nueva situación económica que vislumbraba un futuro incierto y un presente lleno de incertidumbre, dudas y miedos en cuanto a mi nueva situación laboral.
Salí del cuarto de baño y desayuné con un poco de prisa, quería llegar pronto a la oficina del desempleo a ver si esta semana tenía suerte y conseguía trabajo.
Mientras estuve cobrando el desempleo me preocupé de aumentar mi formación, pero hacía ya dos años que no cobraba nada y aunque me quedaban recursos, según mis cálculos, para unos cuantos años más, era necesario encontrar trabajo, no sólo por el tema económico, sino porque no me acostumbraba a estar sin hacer nada. Además, ya había traspasado los cuarenta y mis complejos aumentaban a la par que relucía la juventud y preparación de mis competidoras.
Una vez repasadas y vuelta a repasar las ofertas de empleo me fue entrando un pesimismo ya conocido por mí que me venía haciendo compañía, sobre todo, en los últimos meses. Nada, no había nada. Bueno sí, había una oferta de auxiliar administrativo, dos horas diarias de trabajo con un salario a percibir de la parte proporcional del salario mínimo interprofesional, o sea, ni llegaba a trescientos euros al mes. Decidida cogí el folio del tablón de anuncios y me dirigí a pedir entrevista. No se porqué, pero algo me decía y, a la vez, me daba ánimos, para aceptar el trabajo, por lo menos estaba decidida a intentar conseguirlo.
Salí de la oficina del desempleo, después de haber rellenado y firmado no se cuantos documentos y con la dirección de la oferta de trabajo escrita en el reverso de un trozo de papel continuo que no dejaba de salir por la impresora y que el funcionario que me atendió rasgó con un lacónico desdén y me lo ofreció empujándolo con el dedo índice y sin tan siquiera dirigirme la mirada.
Cuando llegué a la dirección indicada me desanimé aún más. Me encontraba en el casco antiguo de Tarragona, delante de un portal con la puerta un poco destartalada, ni siquiera cerraba bien. Había cuatro pisos, calle Sant Pere, esa era la dirección. No había ascensor. Menos mal, pensé, pues mi posible trabajo se encontraba en el segundo piso. Subí pausadamente, no quería dar la impresión de que aquello de subir escaleras me hacia respirar aceleradamente. Yo nunca fui una persona atlética, además tenía tendencia a coger algunos kilos demás, sobre todo ahora, que llevaba tanto tiempo sin trabajar. Me paré delante de una puerta, miré a un lado y a otro hasta que me di cuenta que sólo había un piso por rellano. Apreté el timbre y esperé unos segundos, repetí la maniobra tres veces y, cuando ya me disponía a irme se abrió la puerta. Apareció un hombre con cara de sueño, sin afeitar, con la camisa fuera del pantalón y zapatillas en chancleta. Me miró y muy suavemente, pero con firmeza, me dijo que él no pensaba comprar nada, ni tenía niños en edad escolar, ni quería hacerse un plan de pensiones ni... Le interrumpí titubeante, diciéndole que venia por lo del trabajo.
Mientras me miraba con aire de indiferencia, yo me decía que lo mejor que podía hacer era poner cualquier excusa y marcharme, pero sus palabras hicieron que yo persistiera en el empeño, manteniendo mi firmeza. -Señora, si no le gusta lo que está viendo puede dar media vuelta y marcharse-. Negué con un movimiento de cabeza y él se retiró de la puerta para dejarme pasar al interior señalándome con su mano extendida hacia la primera puerta que había en el pequeño recibidor, justo en frente de la puerta por la cual yo acababa de entrar.
CAPÍTULO II
Nada más sentarnos, uno en frente del otro, y en diez minutos me explicó todo lo que, según él, me hacía falta saber. El señor Brián, que así se llamaba mi nuevo jefe, era detective privado y mi trabajo consistiría en pasar a ordenador los informes para sus clientes a través de sus notas y observaciones. Con esta breve información se levantó, me acercó una carpeta y me señaló el ordenador que se encontraba sobre una mesa situada en una esquina de la habitación y me dijo que el informe que contenía la carpeta lo quería para el día siguiente y que cuando pasaran las dos horas de trabajo convenidas que me fuera y cerrara la puerta al salir, pues al día siguiente me dejaría una llave del piso, por si en algún momento él se tuviera que ausentar. Se despidió de mí alegando que se iba a dormir, ya que la noche anterior se la había pasado en blanco, esa fue su expresión, "en blanco", y que no le despertara por nada del mundo. Con pasos suaves salió de la habitación dejando la puerta entreabierta.
El ordenador era nuevo y estaba bastante bien para lo que había que hacer, pero cuando lo encendí observé que no tenía introducido ningún procesador de texto, es más, sólo tenía instalado el sistema operativo. Tomé una rápida decisión. Le dejé una nota al señor Brián y cogí la carpeta y me marché. Había pensado realizar el informe en mi casa y volver al día siguiente con dos o tres programas básicos para introducirlos en el ordenador y de esta manera poder desarrollar mi trabajo con cierta garantía de éxito.
Salí a la calle y me dirigí al mercado. Como siempre, que podía, me gustaba permitirme el comer pescado fresco, y hoy iba a prepararme algo especial, quizás una dorada a la sal. Pero celebrar qué, si se analizaba mi nueva situación de una forma racional, con la razón de la cual presumen los mortales, pues la verdad era que había que admitir que mi futuro no era para celebrar nada. Pero sin embargo me hallaba con cierta alegría, alegría sin fundamento lógico, pero atrayente. Yo diría que con cierto aire de misterio que, en cierta forma, había despertado mi interés.
Llegué a mi casa, dejé la carpeta sobre la mesa, al lado del ordenador y me dirigí a la cocina. Metí la bolsa de la compra en la nevera y salí para cambiarme de ropa. Al volver me puse un delantal, extendí la dorada sobre una tabla y limpié el pescado con sumo esmero, lo lavé, lo coloqué sobre una capa de sal que había puesto en una bandeja resistente al horno y lo cubrí totalmente de sal marina, después introduje la bandeja en el horno, a ciento ochenta grados de temperatura y cuarenta minutos de tiempo de asado.
Siempre que me auto ofrecía una comida especial solía poner todos mis sentidos en ello. Pero en esta ocasión no había dejado de pensar en mi nuevo trabajo, aquella imagen del señor Brián en la puerta con aquel aspecto, el lugar en el cual tendría que trabajar y lo más increíble de todo, el salario que iba a percibir doscientos cincuenta euros al mes. Desde luego no era como para dar saltos de alegría, y, sin embargo, me sentía encantada. Esta era una lectura apropiada de mi estado de ánimo, de ahí la comida que me estaba preparando y que pensaba acompañar con un vino adecuado para la ocasión.
En una salsera puse cuatro cucharadas de mahonesa, unos pepinillos, dos cucharaditas de alcaparras, perejil, un poquito de ajo, coñac y un manojo de estragón. Lo mezclé todo y lo pasé por la batidora, después introduje la salsera en la nevera. Aún faltaban veinticinco minutos para que la dorada estuviese en su punto. Así que pensé que mientras tanto podía echar una primera ojeada al contenido de la carpeta que me había dado mi jefe.
El contenido resultó entretenido, pero vulgar, exageradamente vulgar. Se trataba de la vigilancia a una señora por encargo de su marido, ya que éste creía que su mujer le estaba engañando. Y estaba en lo cierto, su señora le estaba engañando. Bueno la palabra engañado no era exactamente la que había utilizado el señor Brián, pues había anotado, -queda demostrado, después de un seguimiento intenso, que su señora le está poniendo los cuernos-. Bien, tendría que suavizar un poco el léxico. Aunque me cuidaría mucho de llamar la atención sobre ello a mi jefe. Escribiría a mi modo y ya veríamos lo que él decía sobre mi trabajo.
Preparé la mesa con lo mejor que tenía: el mantel de hilo blanco, bordado a mano, de la mejor artesanía de la cartuja. El cubierto de plata, regalo de mi madre, según ella para cuando me casara. Un plato de porcelana y un juego de copas de cristal de bohemia, que curiosamente había comprado en Venecia. A continuación saqué el vino de la nevera, era un vino blanco del Penedés. Sobre el mantel blanco puse el plato con la dorada limpia de sal y sin escamas, coloqué la salsera al lado y puse música, elegí las sonatas de Beethoven. Ahora sólo tenía que cerrar unos instantes los ojos y a continuación disfrutar de la comida y del escenario que había preparado. Sin embargo la imagen del señor Brián no dejaba de aparecer en mi cabeza, allí, en el dintel de la puerta, desaliñado, soñoliento y la ropa descuidad y por si fuera poco, con barba de varios días. Aunque mi jefe en nada se parecía a Humphrey Bogar, ya me veía yo como la protagonista de la película Casablanca. Ya me lo decía mi madre: -Ana, sueñas demasiado-. Me llevé la copa a los labios y bebí con cierta delicadeza un sorbo de vino, después comí un trocito de dorada mezclada con salsa, hice un gesto de aprobación exagerado.
Sobre las cuatro de la tarde me senté delante del ordenador y comencé a pasar las notas con sumo cuidado utilizando todos mis recursos y conocimientos de transcripción. En realidad con sumo gusto intentaba que la presentación de aquel mi primer informe fuera perfecto y del agrado de mi jefe.
Tenía el trabajo muy avanzado así que me levanté y me preparé un café. Con la taza en la mano, entre sorbo y sorbo fui repasando lo realizado hasta el momento, asintiendo con la cabeza positivamente a la vez que corregía algunos errores ortográficos. Sin duda iba por buen camino en mi forma de trabajar.
Tal como habíamos convenido llegué a las diez de la mañana al trabajo. El señor Brián abrió la puerta, me hizo un gesto para que pasara al despacho, le di la carpeta con el informe, él sin decir nada entró en la habitación contigua y cerró la puerta.
Mientras instalaba los programas en el ordenador esperaba con impaciencia la aprobación de mi jefe, o alguna palabra que me diera una pista sobre el grado de aceptación sobre el informe que yo había realizado con tanto entusiasmo. Pero llegó la hora de irme y el señor Brián no había salido del despacho. Desde fuera y dando unos golpecitos suaves en la puerta me despedí, él me despidió con un lacónico, -hasta mañana-.
Aquella mañana el señor Brián se había presentado afeitado y correctamente vestido. El día anterior me había parecido que debería tener unos cincuenta años, pero ahora arreglado parecía más joven, quizás no llegaba a los cuarenta. Este hecho y su aptitud tan seca y distante, en cuanto a mi trabajo, me produjo un pequeño desánimo que me llevó a plantearme el seguir buscando trabajo, para ver si salía algo mejor. Me dije: -un poco de realismo no me vendría mal-.
Pasé el fin de semana ordenando y limpiando el apartamento, en parte, porque el domingo por la mañana, aprovechando que hacía buen tiempo, salí a pasear a la playa. Por la tarde fui al cine con una amiga que había conocido hacia dos años, pues habíamos coincidido en un curso de informática. María, que así se llama mi amiga, trabajaba en el departamento de documentos -DNI y pasaportes-. Estuve tentada de pedirle que hiciera alguna averiguación sobre el señor Brián, pero al final ni tan siquiera le comenté lo del trabajo. Sin embargo, María me llamó dos o tres veces la atención, diciéndome que me encontraba un poco ausente. Yo le respondí con un: tú crees. Ella me dijo que cuando quisiera ya se lo contaría, sonreí con un gesto de complicidad.
El lunes al llegar al trabajo me salió al paso una señora que resultó ser una vecina de mi jefe. Me dio la llave del piso y me dijo que el señor Brián me había dejado una nota en el despacho. En la nota decía: señora, no se como se llama, le dejo trabajo para entregar el viernes, seguramente estaré dos días fuera. Saludos, M. Brián.
Me pasé dos días haciendo el informe. El desánimo me había invadido, pues ahora se trataba del seguimiento al señor que mantenía relaciones con la señora del informe anterior. Al fin lo comprendí, se trataba de vender o quizás chantajear a todas las partes implicadas en el caso. No sabía si ello era ilegal, pero desde luego muy ético no lo era. Del romanticismo había pasado al realismos de golpe. Acepté, no de buen grado, pero si con fuerza la nueva situación, pues no quería quedarme anclada en las lamentaciones del pesimismo. Por eso exculpé al señor Brián diciéndome aquello del recurso fácil, -hay que vivir y cada uno lo hace como sabe o como puede.
Hasta el viernes no apareció mi jefe y nada más llegar recibimos a un nuevo cliente. Éste era un alto directivo de una empresa petrolífera y venía recomendado por el cliente anterior. Tenía unos cincuenta años, llevaba treinta años casado y tenía sospechas de que su señora le podía estar engañando. En fin, lo de siempre, me dije para mis adentros.
Comencé a introducir en el ordenador los datos del nuevo cliente mientras mi jefe le acompañaba hasta la puerta y lo despedía. El señor Brián me ofreció un café. Tardé unos segundos en contestar, debido a la sorpresa que me causó el ofrecimiento, le respondí afirmativamente con un gracias, señor Brián. Me acercó la taza y se sentó a mi lado y me dijo que dejara de llamarle señor Brián, que podía llamarle Marc, y yo te llamaré, ¿cómo te he de llamar?, Ana, le dije, me llamo Ana. -pues bien Ana, el trabajo que me entregó estaba perfecto y este último también-, y acto seguido se perdió detrás de la puerta de su despacho.
De nuevo estaba entusiasmada, complacida y con el ego enaltecido por el reconocimiento a mi labor, al cual yo me estaba dedicando con bastante entrega.
Capítulo III
Habían pasado unos días, seguía trabajando sobre las notas que mi jefe dejaba cada mañana al lado del ordenador, pues al señor Brián a penas lo había visto en los últimos días. El caso que investigaba mi jefe no dejaba de llamarme la atención, sobre todo, que efectivamente, nuestro cliente estaba siendo engañado por su señora, o al menos eso parecía. Pero lo que había despertado mi curiosidad era que la señora, que tenía cincuenta y dos años, se estaba viendo con un hombre de unos treinta y seis años, según había escrito mi jefe en su cuaderno de notas. Este detalle se lo comenté a Marc, pero él contestó que en transcurso de su vida había visto de todo y que ya casi nada le llegaba a sorprender.
Sonó el teléfono, me desperté sobresaltada, instintivamente miré el reloj, eran las dos de la madrugada, cogí el auricular y enseguida escuché la voz de Marc. Me contó que se encontraba en el puerto de pescadores, en el Serrallo que es como se le conoce a esta zona de Tarragona, me pidió que si podía ir a buscarlo, que no se encontraba muy bien. Le dije que sí. Me vestí a toda prisa, salí del apartamento, me introduje en el coche y arranqué saliendo del aparcamiento de una forma no muy ortodoxa. Tardé unos diez minutos en hacer el recorrido que hay entre mi casa y el lugar que me había indicado el señor Brián. Al llegar y ver en el estado en que se encontraba mi jefe tuve una sensación de temor y preocupación. Estaba sentado en el suelo, recostado sobre una vieja barca de pesca, cerca de la lonja. Su estado a primera vista era desastroso. Tenía la cara hinchada y con sangre, sangre que también manchaba sus manos y parte de su ropa. Le ayudé a levantarse. Con cierto esfuerzo entró en el coche y rápidamente puse el automóvil en marcha, pues comenzaba a sentir cierto nerviosismo. Marc no quería que le llevara al hospital. Él sólo me pedía que le llevara a su casa. Al final puede convencerle para que viniera a mi apartamento. Una vez en casa y después de haberse duchado le hice una cura doméstica, lo mejor que pude, pues afortunadamente no tenía ningún hueso roto. Me relató lo que había pasado, que por cierto era muy poco. Había estado cenando con un cliente en el restaurante La Puda, una vez que se había despedido de su acompañante se fue a coger el coche y cuando se disponía a abrir la puerta alguien le golpeó en la cabeza con algún objeto contundente, aunque no llegó a perder el conocimiento. Después lo llevó arrastrando detrás de los coches aparcados y comenzó a darle patadas hasta que Marc se pudo escapar. Al principio el individuo le persiguió, pero al observar que se acercaba un coche de policía, desistió. Sólo le oyó una palabra -que dejara de seguirle porque se iba a meter en un buen lío-.
Le convencí para que se quedara aquella noche en mi apartamento, sobre todo, por que no me apetecía acercarme a su piso por si alguien le estuviera esperando.
Al día siguiente Marc apenas si se podía mover, tenía todo el cuerpo dolorido. En vista de su situación nos pusimos a repasar todos los datos disponibles sobre la investigación que mi jefe estaba llevando a cabo. Había algunos interrogantes sin contestar. Uno de estos misterios era que la señora objeto de la investigación se veía con su amigo muy a menudo, pero siempre en lugares públicos. Sus encuentros solían ser en restaurantes, exposiciones, en el teatro, en fin, en sitios así. Por lo que el engaño aún era una suposición más que una certeza. Con indicios reales, pero al fin y al cabo no dejaba de ser una suposición. La otra cuestión que nos hacía dudar eran las palabras que dijo el individuo que atacó a Marc -"deja de seguirme porque te vas a meter en un buen lío"-. Lo cierto era que mi jefe no le estaba siguiendo a él, sino que a quién estaba vigilando era a ella. Dejamos estas dudas anotadas y nos despedimos, él intentaría investigar sobre estas dos interrogantes.
Al día siguiente me llamó María y quedamos para comer a las dos y media en el restaurante del Fortín de la Reina, un lugar con un encanto especial y tan cerca del mar que la brisa te humedece la piel con ese olor tan característico de algas y sal. La urgencia con la que me llamó y lo parca en palabras que fue hizo que aumentara mi curiosidad.
El señor Brián se había marchado a media mañana, a pesar de los dolores que aún seguía teniendo. Por que según él, debía de continuar haciendo su trabajo, es decir, seguir con la investigación, pues su situación económica no le permitía muchas alegrías.
Me vestí impecablemente: camisa negra con cuello redondo y traje rojo. Zapatos, bolso y abrigo de color negro. Nada más llegar al restaurante se me acercó el metres y me indicó el lugar donde se encontraba María. Se había sentado en el rincón más lejano a la puerta, cerca de una ventana que daba al mar. Mientras me acercaba iba pensando en que por fin estaba realizando algo importante, algo que en las últimas semanas me había hecho olvidar mi situación laboral, el vivir sola, la edad, mi futuro... En cuanto tomé asiento noté cierta tensión. Mi amiga me pasó la carta del restaurante y me indicó que eligiera la comida. De primero pedí ensalada de aguacates con salmón y de segundo solomillo de ternera al roquefort. Para mí el hecho de comer bien, o a gusto, era importante y siempre me tomaba mi tiempo en la elección del menú. Me di cuenta que mi amiga se estaba impacientando. Pero María no quería hablar hasta que estuviéramos comiendo, para que según ella, evitar las interrupciones.
Me dio más información de la que yo esperaba. El acompañante de la señora de nuestro cliente se llamaba Miquel Martí, era socio, junto a su suegro, de un muy importante gabinete de abogados. Tenía treinta y seis años, su señora era un poco más joven que él y hacía sólo dos años que habían contraído matrimonio. En cuanto a lo profesional, el señor Martí era un buen abogado y procedía de una familia acomodada de la comarca del Penedés con propiedades vinícolas y una bodega de cierta importancia de producción de cava. Al casarse pasó a formar parte, como socio, del bufete que tenía su suegro. Ellos trabajaban para empresas, las más importantes de la zona. También realizaban trabajos o informes jurídicos para instituciones locales. María me dio una lista con los nombres de las empresas e instituciones en las cuales estaban trabajando o habían trabajado en los últimos años.
Me sentía satisfecha por la información que me había proporcionado María por eso la miré con cara de agradecimiento, comprendía que estaba asumiendo riesgos en su trabajo y le prometí que no abusaría de su amistad, al menos, dije con una sonrisa, lo mínimamente imprescindible. Me miró muy seria y me dijo que no había acabado, que tenía más información. Pero esta vez la información era sobre Marc. Yo no le había pedido a María que investigara al señor Brián, pero ella, pensando seguramente en mi bien, se había tomado la molestia de recabar información sobre la vida de mi jefe.
María me miró fijamente y comenzó a relatarme la información que tenía sobre mi jefe. Su tono era formal, directo y yo diría que hasta profesional. El señor Marc Brián Pol era de Montblanc, licenciado en derecho, aunque nunca había ejercido. Tenía cuarenta y un año, había estado dos años en un centro hospitalario para alcohólicos y tres años en tratamiento psiquiátrico. Hacía dos años que se había sacado la licencia de detective y desde entonces no había tenido ningún problema, de ningún tipo, aseveró mi amiga.
Me quedé quieta, rectamente sentada en la silla mirando a María, sin saber que decir, ni tan siquiera poder pensar en algo. Me puso su mano en mi hombro y me dijo -Ana, ten mucho cuidado-. Sus palabras sonaron suaves. Le contesté con un hilo de voz un sí, lo tendré.
Aquella noche me costó mucho conciliar el sueño. ¡En unas pocas semanas mi vida había cambiado tanto! Mi nueva situación era extraña y, por qué no admitirlo, estaba un poco asustada. Una y otra vez me hacía la misma pregunta ¿quién es realmente el señor Brián?, es decir, ¿qué problemas ha debido tener Marc?, ¿qué oculta?.
A la mañana siguiente me levanté bastante cansada, había dormido poco y mal. Salí a la terraza para ver que tiempo hacía. El frío me traspasó la piel con un latigazo. Sin duda la temperatura se había puesto de acuerdo con el calendario, doce de enero de mil novecientos noventa y nueve. Sin pensarlo dos veces y con premura entré cerrando la puerta de cristal tras de mí. Me abrigué y salí del apartamento para ir a trabajar. Aquella mañana sentía frío por dentro y por fuera, pero sólo era una sensación, se podría traducir por un pensamiento ralentizado, falto de movimiento, pero firme. Aunque yo, como es natural, guardaría el secreto de lo que conocía.
Cuando pensaba en mi jefe y sin saber porqué, e incluso hablando, me refería a él, indistintamente, como el señor Brián, mi jefe y otras veces le llamaba Marc y me pregunté cual era la causa y no obtuve respuesta, no la encontré o sencillamente la aparté de mi cabeza.
Llegué al trabajo tarde. Cuando iba a introducir la llave en la cerradura se abrió la puerta. Me disculpé por la tardanza, al señor Brián no le gustó el que yo me disculpara, comentó que aquellas formalidades habían sido ya superadas, el que estuviera esperándome con tanta impaciencia se debía a que estaba preocupado. Ya que desde que le habían atacado sentía como si alguien le estuviera vigilando.
La información que yo había conseguido sobre el caso que estábamos investigando hizo que el ambiente se tornara en camaradería y que funcionáramos como un equipo con objetivos comunes. Repasamos hasta diez veces los datos disponibles y comenzamos planteando la hipótesis de que podría haber una relación entre nuestro cliente, su señora y el señor Martí diferente al tema del engaño amoroso, pero no encontrábamos nada sólido que sustentara dicha hipótesis.
Marc decidió investigar a nuestro cliente y se guardó la lista que me había entregado María, en la cual estaban todas las empresas e instituciones locales en las que había intervenido el gabinete jurídico del señor Martí. Para mí, Marc me tenía preparada una sorpresa, pues él creía que la persona que le había atacado era alguien mandado por el señor Martí, por lo que había deducido que éste le conocía, por lo tanto él no podía vigilarle. Yo rápidamente estuve de acuerdo en ocuparme de la vigilancia, es más, respondí afirmativamente antes de que Marc hubiese acabado de pedírmelo. Mi jefe sonrió, tranquilamente, como solía hacerlo, con suavidad y con cierta indiferencia. Se sirvió café y me dio los detalles del seguimiento que tendría que llevar a cabo aquella misma noche.
Capítulo IV
Los viernes la señora X, así la llamaré a partir de ahora, y el señor Martí solían cenar en el restaurante Torre dels Cavallers, situado a la entrada de Montbrió del Camp, entrando por la carretera de Cambrils, a unos quince km de Tarragona.
Invité a María a cenar, diciéndole que era como agradecimiento por las molestias que le había causado. Naturalmente no le dije el motivo real por el cuál íbamos a cenar las dos aquella noche. Ella aceptó encantada y nos despedimos hasta las nueve de la noche.
Antes de salir del apartamento cogí un aparato que se ponía en el oído y aumentaba la audición. Lo había comprado a través de un anuncio de televisión para hacer un trabajo sobre la publicidad engañosa. Lo cierto era que aquel pequeño aparato aumentaba bastante la audición y si podía conseguir una mesa cerca de la señora X y su amigo, pues quizás conseguiría escuchar algo de la conversación.
Cuando llegué al restaurante la señora X y el señor Martí ya estaban acomodados. Por fortuna había una mesa al lado de la de ellos que no estaba ocupada. Me senté rápidamente desentendiéndome del camarero que me preguntaba, mientras me seguía, qué cuántos éramos para la cena. Me acomodé de tal forma que mi objetivo quedara a mi derecha. La señora X vestía de manera elegante, pero este hecho no ocultaba en absoluto la diferencia de edad entre ella y su acompañante, es más, yo llegué a la conclusión de que ella tampoco lo pretendía. Pero lo que llamó mi atención fue que en unos pocos minutos la señora X había realizado varias llamadas telefónicas a través del móvil y, este acto, lo realizaba después de que el señor Martí le pasara notas escritas, notas, que una vez realizada la llamada, la señora X rompía en trocitos muy pequeños y los dejaba en el cenicero. Pensé cómo podría hacerme con algunas de aquellas notas, pero al ver que no se me ocurría nada me desentendí del tema.
María se estaba retrasando y sin saber porqué me puse a pensar en ella. Mi amiga era una mujer de las que hoy en día se las denomina como las "de doble jornada". María había sido educada para ser esposa y madre, pero al traspasar la barrera de los cuarenta, con los hijos ya grandes y el marido pasando muchas horas fuera de casa, debido a su trabajo, comenzó a pensar en lo que había sido su vida, dedicada completamente a su familia y a su casa. La labor de la casa, esa plena dedicación, sin hora de comienzo ni de final, sin salario, ni festivos, ni vacaciones, sin ser adecuadamente valorada ni por la sociedad ni, por supuesto, por la propia familia. A medida que fue haciendo estas reflexiones aumentaba su tristeza y angustia. Así que tomó la decisión de comenzar a hacer algo para salir de aquel agujero. María se preparó y se presentó a unas oposiciones y consigió trabajo. Se dio cuenta de lo duro que resultaba insertarse en el mundo laboral a los cuarenta años y comenzar de cero. No solo no encontró ayuda fuera de casa, tampoco recibió mucho apoyo de los suyos. Pero ella supo transcender a aquellas miserias y ganó la partida. Aunque claro, ahora trabaja doblemente, pues la cultura e incomprensión familiar está muy arraigada y eso es muy difícil de cambiar. Además, ella seguía siendo responsable de todo el quehacer doméstico y si expresaba alguna tibia protesta, su familia respondía que no se quejara, pues ella así lo había querido. En fin, lo establecido, establecido queda. María solía decir que no se encontraba con ánimos de reeducar de nuevo a su familia. Yo la comprendía y no se que hubiese hecho en su lugar.
María llegó disculpándose y diciendo que los semáforos de la carretera de Valencia le habían hecho perder cerca de una hora. Yo estuve de acuerdo por que el trayecto que va desde Tarragona a Cambrils siempre es un resultaba un problema. Yo le llamaba los veinte kilómetros de la hora, era imposible recorrerlos en menos tiempo.
María me comentó que hacía unos días Marc había ido al cementerio y había puesto flores en tres tumbas, pero que ninguno de los nombres de dichas tumbas eran familia suya. A parte de la sorpresa del primer momento, me rehíce como pude y le pregunté si la policía estaba vigilando a Marc. Ella me contestó con media sonrisa que no, que se había enterado por casualidad. Me resigné con la explicación que acababa de darme. Una vez que el camarero nos había servido, me puse el aparatito en la oreja y mi amiga entre bromas me decía que esos síntomas eran signos evidentes de vejez. Naturalmente a María no se le escapaba ningún detalle y sin decir nada colaboró hablando más bajo de lo normal.
El teléfono de la señora X sonó, esta vez sostuvo una conversación muy corta con la persona que le había llamado. El señor Martí escribió algo en una caja de cerillas y se la dio a su acompañante, ella transmitió por teléfono lo allí escrito y cortó la conversación. Sin embargo yo logré escuchar algo de lo transmitido en el corto diálogo que mantuvieron, pero no lograba darle un sentido lógico. Intenté retenerlo en mi cabeza a fuerza de repetirlo -10, viernes, 208, noche, 19...- Nada, me era imposible entenderlo. Rápidamente busqué un bolígrafo en mi bolso, mi amiga me extendió un trocito de cartón de su paquete de tabaco para que pudiera escribirlo. No hubo manera de conseguir nada más, pues la caja de cerillas, donde había apuntado algo el señor Martí, se la volvió a meter en el bolsillo de la chaqueta y el cenicero, donde estaban los trocitos de papel que la señora X había utilizado cuando hablaba por teléfono, se lo llevó el camarero. Así que me dediqué a hablar con María desentendiéndome de ellos y sólo les volví a prestar atención cuando observé que la señora X daba al señor Martí, lo que me pareció, unos folios escritos a máquina con notas a bolígrafo, añadidas o de corrección.
De regreso a casa mientras iba conduciendo llegué a la conclusión de que aquellos dos no se entendían sentimentalmente. Lo que les unía tendría que ser otra cosa, parecían sus relaciones más propias de negocios que de amor o de placer. Sin embargo, lo que a mí me daba vueltas en la cabeza no era el tema de la investigación, lo que no abandonaba mi pensamiento era Marc. Me preguntaba una y otra vez qué drama rodeaba su vida, quienes serían las personas de las tumbas y qué relación había tenido con ellas. Pensé que posiblemente nunca lo sabría, pues al fin y al cabo, Marc sólo era mi jefe, o comenzaba a creer que era algo más. Este pensamiento hizo que me moviera inquieta en el asiento del coche, con cierto desasosiego. Quise pensar en otra cosa, pero no me fue posible. Aquel pensamiento me acompañó aquella noche hasta que por fin pude quedarme dormida.
La investigación que realizó Marc sobre nuestros clientes dio el siguiente resultado: el señor X trabajaba como máximo responsable de la seguridad de una gran empresa de refinados petrolíferos. Además, había sido elegido por las empresas del sector industrial de Tarragona, como presidente de una comisión que estaba realizando un proyecto sobre la seguridad de la zona. Este plan de seguridad había sido exigido por altas instancias políticas como consecuencia de un mandato de la Comunidad Europea. Por lo demás, lo que había extrañado a Marc era que el dinero que percibía nuestro cliente y el ritmo de vida que llevaba no coincidian. Nuestro cliente le había dicho a mi jefe que el tema económico lo llevaba su señora, que él estaba tan pendiente de su trabajo qué a penas le quedaba tiempo libre para nada más.
Repasamos aquellos indicios que nos parecían sospechosos: nuestro cliente estaba percibiendo más dinero del que declaraba, contábamos con los datos que yo había extraído de la conversación de la señora X la noche anterior, -10, viernes, 208, noche, 19...,- sin duda se trataba del viernes 19 de enero a la diez de la noche. Pero nos faltaba saber qué significaba el número 208. Tendría que ser el número de una habitación. De un hospital no podía ser, ya que nos parecía poco lógico lo de la hora: diez de la noche. Por lo que habíamos pensado que se trataba de la habitación de un hotel. Marc también había descubierto algo interesante en la lista de las empresas e instituciones en las cuales había intervenido el gabinete jurídico del señor Martí. Pues todas eran empresas o instituciones, menos una. Sólo en una ocasión el despacho del señor Martí había intervenido en un caso jurídico representando a una mujer. Esto era cuanto menos sospechoso, pues nunca este bufete había llevado ningún caso de personas individuales. Siempre habían actuado en representación de sociedades e instituciones, representándolos o realizando informes jurídicos para ellos. De esto estoy seguro, afirmó Marc.
Mi jefe señaló con el dedo uno a uno los datos que acabábamos de repasar. Afirmó con cierta seguridad -ese es el camino a seguir-. Sí, afirmé yo, estoy de acuerdo. Levanté la cabeza y me di cuenta que Marc me estaba mirando directamente a los ojos con una sonrisa que yo no pude definir. Creo que me ruboricé, pero en seguida apartó la mirada y poniéndome la mano en el hombro me dijo que si le acompañaba a comer, añadió, se nos ha hecho muy tarde. Yo asentí y salimos del piso.
Marc se puso al volante de mi coche y dejamos atrás Tarragona por la carretera dirección Valls para continuar hacia las tierras de la Conca de Barberà, nuestro destino era Coll de L'Illa. Sobre las dos de la tarde llegamos al restaurante "Les Espelmes". Yo ya lo conocía, hacía veinte años que había estado allí por primera vez. En aquel entonces el restaurante no dejaba de ser una sala con unas ocho mesas, al fondo de la estancia había un fuego de leña donde el cocinero, que al mismo tiempo era el dueño, hacía las comidas típicas de la tierra a la brasa, a la vista de los clientes. Era un entorno familiar. En cada mesa había una vela. "Una espelma", que es su nombre en catalán. Este detalle de la vela se sigue conservando, pero ya no es lo mismo. El restaurante está totalmente reformado.
Nos acomodamos en una de las salas, para llegar a ella pasamos por otras dos estancias y al fondo había otra más. El techo era alto, las vigas estaban pintadas de color tabaco, las paredes de color ocre, en ellas se podían ver aperos de labranza, cuadros de bodegones y utensilios de cocina, como cántaros, porrones, aceiteras y cristalería en un mueble que ocupaba toda una pared. Todo el conjunto imitaba, más bien era, una masía. El servicio era amable y sencillo y la comida típicamente catalana. En frente de mi había una gran ventana con una visión perfecta, a lo lejos se veían los olivos, las viñas, los almendros y al fondo, con la mirada puesta en el infinito se desdibujaba el cielo y la tierra formando una unidad, uniéndose entre ellos y nosostros allí arriba, en aquella montaña, me sentía como si estuviera a punto de rozar las nubes. Se trataba de una sensación extraordinaria que no sabía explicar, o mejor dicho, no me atrevía a reconocer. Marc actuaba de una forma muy natural, tranquilo, con seguridad, pausadamente, como si nunca tuviera prisa. Amable, muy amable se comportó conmigo, pero sin exagerar. Observé que con la comida bebia vino con moderación. Pensé con gran satisfacción que el problema que había tenido con el alcohol estaba superado. Ese pensamiento me llenó de alegría. No hablamos de temas personales, ni de él ni de mí, sólo estuvimos repasando la investigación y analizando los indicios de los cuales disponíamos. A las cinco de la tarde salíamos del restaurante. Marc me pidió que si le podía acercar a Montblanc, le dije que sí. Paró el coche delante de una masia a la entrada del pueblo, me preguntó si quería acompañarle a la casa, pues sólo iba a recoger unas cosas, añadió. Le dije que le esperaría en el coche. De acuerdo, me contestó y se adentró en la casa abriendo una puerta pequeña del gran portón que daba a la entrada del patio. Regresó rápidamente y cuando ya había arrancado el coche apareció en la pequeña puerta una mjer mayor moviendo la mano en señal de despedida, yo respondí de la misma forma. Marc, sacando la cabeza por la ventanilla del coche gritó, -adiós mamá-.
De regreso a Tarragona creí observar que Marc estaba más relajado que de costumbre, e incluso más contento que el primer día que le vi, pero claro, también podía estar imaginándomelo. Igual simplemente era que yo veía a Marc en función de mis estados de ánimo. Sí, seguramente era eso. Le dejé cerca de su casa y nos despedimos con un hasta mañana.
Al día siguiente cuando estaba a punto de irme llegó Marc, tenía aspecto de tener información. Me encontraba cerca de la puerta y al girarme para despedirme me di cuenta que Marc se había sentado en un sillón que estaba al lado de la mesa en la cual yo trabajaba y me miraba de una forma que traduje como mirada reclamativa de atención. No importa si era o no era así, lo fundamental era que yo así lo sentía. Cerré la puerta y me acomodé en mi lugar de trabajo. Marc me dijo que podía pagarme más horas y yo respondí preguntando que era lo que había averiguado de nuevo. Marc sonrió de una manera afable, se levantó y pausadamente y con aire de misterio comenzó a preparar café mientras iba narrando el contenido de las pesquisas realizadas aquella mañana.
La mujer a la que había defendido el señor Martí pertenecía a la clase media tarragonina, concretamente era la hija de un médico de reconocido apellido y estaba casada con un médico procedente de una familia de médicos de tradicional renombre de Reus. Dicha señora fue atendia en el hospital Joan XXIII de Tarragona de la unidad de urgencias el día 20 de marzo del 1995 a las tres de la madrugada con lecciones, que la afectada declaró como caída por las escaleras en su domicilio. La acompañaba un joven de unos veinte años que dijo haberla encontrado en la calle un poco aturdida y decidió ayudarla acercándola al hospital. No tuvo inconveniente en dar su nombre. La señora accidentada no quiso que se avisara a su familia y Antoni Cendra Marté, que así se llamaba el joven, se comprometió a acompañarla a su casa.
Yo miraba a Marc con la taza de café en la mano y sin entender absolutamente nada, se me debía notar mucho por que mi jefe con media sonrisa me puso al corriente de toda la información que había obtenido gracias a un conocido que trabajaba en el juzgado. En síntesis la historia venia a ser así: la señora accidentada había requerido los servicios, algo más que eróticos, de un joven, a través de un número de teléfono bastante conocido por un amplio número de señoras de clase bien de la pronvincia de Tarragona. El caso es que en el juego erótico entraba algo más que caricias. Ella insistía de una forma rabiosa, al chico se le fue la mano y la señora comenzó a sangrar, ésta se desmayó y cuando comenzó a recobrar la nitidez ya estaba en el hospital. Por lo visto el chico era nuevo en aquellos menesteres y se asustó, sin pensarlo decidió llevarla a urgencias. El equipo médico que atendió a la señora dudo de que las lecciones fueran como consecuencia de una caída y envió el informe al juzgado. Al recibir el muchacho la citación le entró un pánico sobrecogedor pensando en las consecuencias que tendría si llegaba la noticia a su familia. Sin dudarlo se dirigió a su primo que era abogado y que se llamaba Miquel Martí. Éste se hizo cargo de la situación. Cambió la versión dada por la accidentada por un robo con lecciones, mientras la afectada paseaba, ya que no podía conciliar el sueño. Buscaron un delicuente de poca monta, le pagaron y éste se declaró culpable. Después en una redada por otros délitos fue detenido y como el señor Martí no quiso hacerse cargo de su defensa, el delicuente quiso vengarse contándoselo al juez. Entre la información dada por éste constaba el número de teléfono del servicio erótico, que por supuesto no figuraba como tal, pero que Marc había averiguado que aquel número telefónico estaba a nombre del señor X y era utilizado por su señora.
Yo estaba impresionada, creía que estas cosas sólo ocurrían en las películas. Una vida tan sencilla como la mía era incapaz de asimilar cosas como estas. Marc redondeó su exposición añadiendo que debió de ser entonces cuando el señor Martí entrara en conexión con la señora de nuestro cliente.
Yo estaba pensando en como continuar con la investigación, pues algo bastante serio debía de haber detrás de todo aquello. Mi jefe interrumpió mis cavilaciones diciendo con aire de triunfo, -caso resuelto Ana-, mañana preparas el informe para el señor X, reseñando solamente aquello a lo que se dedica su señora-. Me quedé mirando, pues no entendía el porqué no seguía investigando, pero antes de que yo pudiera decir algo él me dijo que sólo teníamos el encargo de averiguar que vida llevaba la señora X, y eso ya lo hemos averiguado, así que caso cerrado.
Capítulo V
Marc le había entregado el informe a nuestro cliente. El caso había sido resuelto y por lo tanto las relaciones comerciales, como gustaba decir a mi jefe, habían quedado cerradas. En definitiva, muy normal, todo muy cotidiano y muy alejado este trabajo de lo que yo me había imaginado, sin duda debido a mi afición al cine.
El viernes al terminar el trabajo Marc me pidió que le acercara a Montblanc, pues quería pasar el fin de semana con la familia, según sus propias palabras. Me dijo que el coche lo tenía en el taller, por lo tanto el lunes llegaría un poco más tarde al trabajo. Nos encontrábamos cerca de su casa y hablábamos de cosas triviales con largas pausas, delante de nosostros circulaba un camión cisterna y yo me acerqué con intención de adelantarlo, Marc se giró hacia mí y alzando la voz de una forma abrupta y en un tono muy desagradable me recriminó el hecho de que me hubiese acercado excesivamente al camión, ya que transportaba líquido inflamable. Puse el pie en el freno y presioné hasta rebajar la velocidad tanto que el camión se fue perdiendo a lo lejos. Con el cuerpo erguido, las manos sujetando fuertemente el volante y las rodillas temblándome llegamos a Montblanc. Detuve el coche delante de la puerta de la masía, Marc se bajó y se despidió de mí con un hasta el lunes y se perdió tras el portón mientras la puerta se cerraba lentamente. Arranqué, di la vuelta y me dirigí a Tarragona sin comprender lo sucedido. El Marc que me había gritado no tenía nada que ver con el que yo había trabajado y compartido camaradería, sobrepasando por mi parte algo más que unas relaciones laborales, aunque yo lo había hecho con sumo gusto e incluso con cierto entusiasmo.
Entré en el apartamento y me pareció que era frío, distante y, a pesar de lo pequeño que era, se me antojaba muy grande para mí, me puse el camisón de dormir, cogí un trozo de pan y un baso de leche y me senté en el sofás con los pies encogidos, apoyando la barbilla en las rodillas, desde luego este no habia sido uno de mis mejores días. No sé cuanto tiempo estuve en esta posición, pero cuando levanté la cabeza y miré hacia la ventana estaba oscureciendo. Me levanté con cierta parsimonia y me fui a la cama.
El lunes me fui a trabajar más temprano que de costumbre no quería encontrarme con Marc, el trabajo lo había realizado el domingo en casa, así que sólo tenía que dejarlo y marchar. Subí las escaleras y al introducir la llave en la cerradura la puerta cedió. Entré pensando que mi jefe había cambiado de planes y había venido antes. Me quedé parada de golpe al ver la situación. Todo estaba por el suelo, revuelto y destrozado. Estaba abriendo la boca para gritar cuando unas poderosas manos me la taparon con tal fuerza que oí el crujido de los huesos de mi mandíbula. Ante mí había un hombre muy alto y con la cara cubierta, con la mano que me tapaba la boca me empujó hacia la pared y con la otra puso una pistola en mi frente. Me fui agachando hasta quedar sentada en el suelo y la cabeza torcida hacia arriba debido a la presión que ejercía aquel energúmeno sobre mi cara. El cañón de la pistola me apretaba sobre la sien con tanta fuerza que la cabeza comenzó a dolerme como cuando hace mucho frío y éste lo notas en la frente por encima de las cejas. Cerré los ojos pensando que iba a morir e inmediatamente apareció la imagen de mi jefe ante mí. Bien, pensé, ya estoy dispuesta, que apriete de una vez el gatillo y que esto términe de una vez por todas. Sin embargo, aquel hombre comenzó a preguntarme por el caso que estábamos investigando, me lo preguntaba atropelladamente y repitiéndolo una y otra vez sin que me diera tiempo a contestar, cuando se le acabó el aliento hizo una pausa y yo aproveché para explicar el caso del señor X, pero ciñiéndome sólo a lo que mi jefe me había hecho poner en el informe. Comenzo a gritar que no le tomara por tonto y que le dijera la verdad, entonces se escuchó una voz de mujer desde el piso superior preguntando que qué pasaba y aquel tipo me soltó, se incorporó y echó a correr hacia la puerta perdiéndose el ruído de sus pasos escaleras a bajo. Yo me quedé quieta, sentada en el suelo, con la espalda recostada sobre la pared y los brazos caídos, pegados a mi cuerpo. Perdí totalmente la conciencia por no se cuanto tiempo.
Cuando empecé a tener una cierta noción de la realidad vi que estaba rodeada de gente, algunas de estas personas no las conocía. La vecina se encontraba a mi lado con un vaso en la mano que me ofrecía amablemente, éste contenía un líquido amarillento, supuse que era tila, lo de siempre en estos casos. Me señaló hacia aquellas personas que estaban revolviendo lo poco que aún quedaba en su sitio y en un tono muy bajito dijo -son policías-. Marc entró como una exhalación en el piso empujando al policía que no paraba de interpelarle para que se identificara, llegó hasta donde me encontraba, me cogió las manos mientras me preguntaba como me sentia. Sin poder articular palabra alguna me puse a llorar de una forma desenfrenada y manando lágrimas de manera torrencial. Marc me hizo apoyar la cabeza en su hombro mientras con una mano me acariciaba suavemente la cabeza con la otra me daba palmaditas en la espalda y me pedía calma, intentando que poco a poco saliera de aquel túnel de anguatia y nerviosismo. Una vez calmada y después de haber contestado a algunas preguntas de la policía, Marc me acompañó a casa, hizo que tomara un baño y que me metiera en la cama y tratara de descansar, como una autómata obedecí. Marc me aseguró que no se movería de allí, que estuviera tranquila.
Al día siguiente volvimos al despacho y nos pasamos parte de la mañana poniendo en orden todo aquel desbarajuste, Marc estaba convencido de que el autor de los hechos, aunque no material, era el señor Miquel Martí. Mi jefe no paraba de decir que iba a ahcerle una visita, yo le convencí para que no lo hiciera, pues me parecía que eso era como reconocer ante él que, de alguna manera, le estábamos investigando. Además sentía un poco de temor. Mi teoría era que si la persona que me atacó se había creído lo que le conté, pues posiblemente nos dejaría en paz y como el caso estaba cerrado, pues se olvidaría de nosostros. En ello estábamos cuando se presentó de improviso el señor X y le pidió a mi jefe que le explicara el porqué en el informe no había ninguna referencia sobre el hombre con el cual se veía su señora, ya que Marc le había hablado de él en una entrevista que había mantenido al principio de la investigación. Marc le contestó que seguramente formaba parte del negocio o simplemente era un conocido. El señor X nos volvió a contratar y exigió un informe completo sobre dicho personaje, según sus propias palabras. Me quedé sorprendida al oí a mi jefe decirle a nuestro cliente que eswtaba encantado de aceptar el trabajo y que se esmeraría, no escamotería esfuerzo alguno para llegar al fondo de la cuestión. El señor X abandonó el despacho y Marc dirigiéndose a mi me dijo que comprendería si yo decidía abandonar el trabajo, que, incluso, no entendía como seguía con él y que..., le interrumpí diciéndole que pensaba continuar y medio en serio medio en broma le dije que todo trabajo encierra sus peligros. Marc sonrió, se levantó, me puso la mano en el hombro presionando suavemente y con pasos lentos se dirigió a su despacho, tomó asiento detrás de su mesa y comenzó a remover los papeles, dando a entender que de nuevo comenzaba el trabajo.
Mientra reabría el caso del señor X e introducía los nuevos acontecimientos en el ordenador mecanografiando de una forma mecánica no paraba de pensar cómo una persona del prestigio del señor Martí se había mezclado en temas de prostitución, aunque éste fuera dirigido a gente importante. Quizás se dedicaba a hacer chantaje a estas importantes personas, puede que se tratara de conseguir información privilegiada sobre empresas e instituciones, lo cual le reportara obtener condiciones inmerojables que le hiciera ganar grandes sumas de dinero sin mucho esfuerzo. Lo cierto es que la señora del señor X había facilitado unos folios escritos al señor Martí el día que yo les vigilaba. Esta observación me llenó de emoción y de entusiasmo, yo sola había llegado a una conclusión que nos llevaría a iniciar una vía de investigación bastante sólida. Estaba a punto de levantarme y explicar a mi jefe mi gran descubrimiento cuando se abrió la puerta y Marc me dijo -creo que tengo por donde empezar de nuevo Ana, ha de tratarse de información, el señor Martí debe de estar chantajeando a la señora de nuestro cliente para conseguir información que él utiliza en su beneficio-. Yo afirmé haciendo un gesto con la cabeza de asentimiento. Después de repasar los datos que teníamos decidimos que debiamos investigar a la señora de nuestro cliente para ver con quién se relacionaba, qué accesos tenía a posibles personas importantes y si el señor Martí había logrado algún contrato importante mediante conocidos del entorno de nuestro cliente.
Llegué a casa tarde, miré en la nevera a penas había nada para comer, me quedé un momento indecisa pensando que podría prepararme para comer cuando de improviso sonó el teléfono, era mi Amiga María, se le notaba nerviosa o quizás ansiosa por hablar conmigo. Me dijo que fuera a su casa, añadiendo, enseguida. Ana, tengo cosas importantes que contarte, importantes y sorprendentes. Sin darme tiempo a contestar oir el ruído claro e inconfundible de que María había dado por finalizada la comunicación telefónica.
María me habrió la puerta con cara de impaciencia y haciéndose la interesante. Le interrogué con la mirada, pero ella me empujó suavemente hacia la cocina, me puso una bandejita de pastelillos delante y me instó a sentarme, acto seguido me acercó una taza de café, me ofreció el azúcar. María tomó asiento y me preguntó si yo recordaba algo sobre el accidente del camping los Alfaques. Dudé un momento y dije que sí, intentaba recordar aquel drama tan atroz donde un camión cisterna tuvo un accidente y volcó su carga inflamable sobre el camping y todos sus ocupantes, cientos de muertos y un sifín de víctimas. María pasó a la acción y de un tirón me contó todo lo que sabía sobre Marc y el accidente en cuestión. Las tres tumbas que Marc había visitado pertenecían a tres víctimas de la tragedia del camping, estas tres personas, dos mujeres y un hombre, junto a mi jefe eran estudiantes de derecho y estaban pasando sus vacaciones en el lugar del accidente. En el momento de los hechos Marc se encontraba en el pueblo, según parece había ido a comprar.
Ahora comprendía el porqué Marc se había enfadado tanto cuando intenté adelantar a un camión con combustible peligroso. También entendí lo del problema del alcoholismo y el tratameinto psiquiátrico, como no entenderlo. Y, por supuesto, su actitud de amargura que de cuando en cuando le transformaba la mirada en algo sin vida, sin vida y vacía de todo interés. Me quedé callada con la mirada llena de tristeza y sin saber que decir. Era fácil de deducir que entre Marc y una de las víctimas debía de haber habido alguna relación que podía suponerse de tipo íntimo, quizás se trataba de su novia, incluso podía ser su compañera, alguna mujer que Marc estimase profundamente. Desde luego si estaba con ella debía de ser una relación seria, Marc no era del tipo de persona que se tomaba las cosas de una manera frívola. Sentí una gran sensibilidad por él, sin duda había sifrido e incluso puede que aún estuviera sufriendo. Me pregunté que podía hacer yo y enseguida me embargó una sensación de angustia y de impotencia, yo no podía hacer nada. A fin de cuentas, yo sólo era la secretaria de Marc. María intentó animarme y me hizo saber lo preocupada que estaba por mí. Me dijo que no hacía falta que lo negara, pues ya se había dado cuenta de mis sentimientos por Marc, añadió -puede que lo estés idealizando, no te precipites Ana, ni tan siquiera sabes que clase de hombre es-. Tambié me dijo que aquel trabajo era, cuanto menos, arriesgado y que apartí de ahora me llamaría cada día para saber de mí. Me despedí sin pronunciar palabra alguna. Caminé Rabla arriba muy despacio mientras en mi cabeza se mezclaban toda clase de imágenes, todas ellas relacionadas con Marc, esforzándome en imaginar y deducir a través de ello otras cosas que no sabía. Llegué al Balcón del Mediterráneo, apoyé los codos en la baranda y dejé la mirada perdida hasta creer que el cielo y el mar se mezclaban creando una unidad perfecta. No se cuanto tiempo estuve allí, pero cuando me di cuenta ya me encontraba cerca de mi casa y con la decisión firme de mostrarme ante mi jefe como si no supiese nada. Pensé que era mejor no abrir heridas. Además, yo sólo era la secretaria. Marc nunca me había dado pie para que yo pudiera creer en algo diferente a una relación de trabajo, mejor sería entregarme a mis obligaciones laborales y no dejarme llevar por mis sueñor, me dije a mí misma con cierta tristeza, ya que no tenía edad para comportarme como una adolescente.
Capítulo VI
(continuará)